La frustración nos acompaña a lo largo de toda la vida, es ese estado emocional que experimentamos cuando algo interrumpe el logro de una meta, cuando algo nos impide obtener lo que queremos o necesitamos. El ir logrando tolerar la frustración es, como casi todo lo importante en la vida, un proceso. Mientras más pequeño el niño, menos recursos para enfrentarla y más necesita de un adulto para sobreponerse.

Una guagua experimenta la insatisfacción (hambre, dolor, incomodidad, aburrimiento) como un estado angustioso en ascenso que amenaza su integridad. Necesita de una respuesta adulta atingente, pronta y amorosa. En la medida que va creciendo y sus necesidades son satisfechas de manera suficiente y sin demora, va desarrollando la confianza básica necesaria sobre la cual se cimienta la experiencia de ser sostenido, comprendido y consolado, lo que permitirá que el infante comience a tolerar gradualmente la frustración propia de las fallas y demoras maternas. Necesitará que mamá lo contenga, pero estará cada vez más preparado para tolerar las esperas o los desaciertos de ella frente a sus necesidades.

Los preescolares, con un desarrollo que les permite explorar, tomar algunas decisiones, interactuar con otros y llevar a cabo muchas de sus iniciativas, se encuentran con innumerables frustraciones que necesita integrar a su vida con la ayuda de un otro. Las mal llamadas “pataletas” surgen hacia los dos años y se presentan con frecuencia. Son parte de la historia de desarrollo de todo ser humano. Hacia los cuatro o cinco años van desapareciendo, ya que van desarrollándose recursos que le van a permitiendo comprender y aceptar la frustración como parte de la vida.

Las mamás y cuidadores principales tenemos distintos modos y estilos de hacer frente a estos desafíos del desarrollo humano. ¿Eres de las mamás que se angustian frente a la pataleta en la farmacia porque te invade la vergüenza, te cae el juicio social encima o no te sientes capaz de manejar suficientemente la situación? ¿Te paralizas?, ¿te sientes tan inundada de rabia e impotencia que haces todo tipo de artilugios para controlar el comportamiento de tu niño, pudiendo llegar a los gritos, amenazas o tironeos?

Podemos escoger, siempre podemos escoger. Escogemos desde un lugar, desde quiénes somos, con nuestras fortalezas y nuestras sombras. Surge en nosotros esa reacción emocional que bien conocemos y es en ese momento que podemos hacer un alto y elegir. Nuestros hijos necesitan padres que elijan proteger la relación. Primero la relación con nuestros hijos, luego la comida, la limpieza, la tarea, los horarios, nuestras necesidades.

Esta decisión exige de un compromiso a la altura de la responsabilidad de ser padres. Sostener la relación y acompañar emocionalmente la frustración de nuestro hijo puede resultar muy difícil. A veces un “no quiero bañarme” o un berrinche en el supermercado puede resultar más “importante” que la relación con nuestro hijo y aparecen las críticas, los insultos, los gritos, lo que no queríamos haber hecho. Podemos elegir entre dejarnos llevar por nuestro mundo emocional o escoger alguna alternativa que cuide la relación con nuestros niños. Estamos a tiempo si estamos concientes. Aún cuando nos equivoquemos, hayamos actuado nuestra propia desregulación gritando o asustando, podemos hacer un alto, detenernos y reparar. Nada más noble que pedir disculpas. Nuestros niños tienen papás reales, de esos que se equivocan. Seamos honestos, transmitámosles que también nos equivocamos y pidamos disculpas.

No permitamos que hagan suyo nuestro error de anteponer nuestra reacción emocional a la relación con ellos. Ese error es nuestro: no hemos sabido sentir, reconocer y hacernos cargo de nuestras emociones.

Al elegir nos responsabilizamos, y eso es difícil, se necesita valor y humildad. Para convertirnos en los padres que nuestros hijos necesitan, primero pensemos a qué estamos dispuestos en la invitación a ser mejores personas que acompañan las pa/maternidades.