En general cuando se escucha, en contextos sociales o en la consulta, sobre lo que los padres y adultos esperan de la adolescencia, lo que aparece es temor, una especie de anticipo angustioso a una etapa que auguran será conflictiva, difícil, “terrible”, en sus palabras, donde los hijos se transformarán en seres lejanos, irritables y conflictivos.

Es posible preguntarse, porque se nos hace tan difícil recordar nuestras experiencias con la adolescencia, tal vez, porque a diferencia de lo cercano que puede resultar pensar en la infancia, rodeada de aspectos tiernos y mágicos, la adolescencia seguramente nos enfrenta al desarrollo de una identidad más cercana a la realidad, donde suelen caer mitos e ideales propios de lo infantil. Entonces, cuesta poder ponerse en el lugar de los adolescentes. Muchos padres, refieren no acordarse de cómo eran de adolescentes, o bien, rechazan o niegan haber realizado ciertas acciones, porque sienten que eso anularía la diferencia y la autoridad que ostentan frente a sus hijos.

Como punto esencial, me gustaría precisar que no existe únicamente una forma de ser o transitar la adolescencia. Hoy lo correcto es hablar de las adolescencias, como una forma de valorar y rescatar la subjetividad de cada persona, su propia historia y modo de enfrentarse al proceso adolescente. Entonces, aquellos parámetros o aspectos propios de este desarrollo, deben ser pensados en forma particular, no lineal ni esquemática, sino desde lo singular.

Por otro lado, también es importante considerar los aspectos de la época y la cultura, que sin lugar a dudas, son parte de la dinámica y también de cómo se constituye cada persona.

En este panorama, pensarla más como un proceso que como una etapa, con un comienzo y término fijo, es mucho más respetuoso y probablemente, ayudará más a entender porque un hijo es distinto de otro o, en la misma generación, dos jóvenes pasan sus adolescencias de forma tan distinta.

También, esta visión contribuye a despatologizar los comportamientos de los adolescentes, que tienden a ser mirados como portadores de trastornos porque son oposicionistas, desafiantes, irritables, depresivos o ansiosos. Muchas veces, estos signos o síntomas pueden estar presentes como evidencia de lo difícil que puede ser la etapa para ellos y nos invitan a prestarles atención y escucharlos, pero no son un instrumento o vía para una etiqueta de anormalidad.

Cuando me propongo la tarea de psicoeducar a los padres en los desafíos de acompañar a un adolescente, trato primero de mostrarles el trabajo que ese joven está enfrentando. Todo lo que implica intentar armar una identidad propia, cercana a su historia, pero al mismo tiempo diferente e independiente de sus padres, que le muestre quién es en el mundo y cuál es su lugar. De ahí la importancia del grupo de pares, que le otorgará nuevas identificaciones y sentido de pertenencia.

Explorar el mundo lejos de los límites de los padres y la familia se vuelve necesario, buscan salir, estar comunicados con otros como ellos, navegan en estilos musicales, estéticos, políticos, activismos, entre otros. Todos con mucha pasión y vehemencia, seguramente porque ahí recuperan algo de las certezas que se pierden al dejar la infancia, ahora todo es descubrir y quieren hacerlo por sí mismos. Por esa razón fracasan los intentos de los adultos por ejemplificar, mostrar cómo lo hicieron ellos, sobre todo cuando esto es desde una mirada de “este es el modo correcto”, eso probablemente los alejará aún más, solo para diferenciarse de ese modo.

Para los padres esto es un problema: cómo lograr mantener los límites y resguardarlos de los peligros que supone esta salida, sin que se sientan amenazados y sobre todo poco comprendidos. Las quejas de los padres van en la línea de “¿por qué no me hace caso?” y la del adolescente en la línea de “¿por qué no me entiende?”.

Una vez que este panorama es visto por los padres desde una mirada comprensiva, en que la interpretación deja de relacionarse con un comportamiento manipulador, excedido, falto de consideración y, se reemplaza por las necesidades que lo mueven, es posible abrirse a la posibilidad de la conversación, el acompañamiento, la negociación y se puede volver  a plantear la confianza en el centro del vínculo.

En ese sentido, confiar en el adolescente es darle la posibilidad de explorar, ir y volver a resguardarse cuando algo no resulte, buscar apoyo cuando se sienta vulnerable, saber que es muy probable que se equivoque, pero que eso es parte del proceso y que no lo transforma en un mal hijo. De esto también deben ser conscientes los padres, que habrán muchas equivocaciones, porque tiene poca experiencia, porque puede evaluar mal el riesgo, o porque es más impulsivo. Ahí, es cuando más necesita de sus padres, para que se vuelvan refugio seguro para él, ella o elle.

Otra sugerencia que hago a los padres es no pasar todo el tiempo esperando que como ya cumplió tal edad sea maduro, consecuente y se comporte como un adulto. Esto les confunde mucho, porque por un lado se les pide resolver como adultos, pero mantenerse en una posición infantil en otras cosas. No queremos que se apuren en crecer, la inmediatez de la vida actual centrada en logros e hitos que reflejen éxito, ha hecho que le demos demasiado valor a tomar decisiones o tener siempre claro tus propósitos, por ejemplo con respecto a la elección vocacional. Los padres deberían ser capaces de sostener esa incertidumbre y mostrarles que están disponibles y les acompañaran en esa búsqueda y no apuntarla como un fracaso inmediato.

La comunicación también es algo que hay que trabajar. En general, los padres se quejan de que los adolescentes no les hablan y no les cuentan sus cosas como solían hacerlo antes. Muy probablemente, esto sea así, porque en su diferenciación se alejan y resguardan su vida privada, pero también es porque, muchas veces, el estilo de los padres es más bien un interrogatorio que una conversación. Hay que buscar temas que les parezcan atractivos, para eso se sugiere intentar saber de sus gustos, la música que les interesa, las series que ven o los juegos que disfrutan. Promover la conversación contando por ejemplo, la propia experiencia, pedirles su opinión sobre ciertos temas o noticias, es decir, genuinamente interesarse en hablar y, por supuesto, respetar sus espacios de silencio y necesidad de estar a solas.

Como puede observarse en este escrito la tarea de acompañar a un adolescente no es fácil para los padres, quienes atravesados por sus propias historias y conflictos también ponen en juego sus emociones y problemáticas. Más allá de eso, todos podrían sortear este desafío sin mayores complicaciones.

Cuando este transitar comienza a hacerse doloroso para los involucrado; cuando se siente que no es posible hacer estos giros en la forma de ver al adolescente o a los padres; cuando las estrategias son rígidas y están cargadas de afectos intolerables; o la relación y el vínculo están en riesgo de romperse; o cuando aparecen síntomas o acciones que ponen en riesgo personal al adolescente, entonces, es preciso consultar, pedir apoyo a quién desde una mirada externa pueda ayudarles a recomponer el camino. Eso también es parte de la relación de confianza, saber que no debemos saberlo todo, que también los padres se equivocan y que es posible buscar apoyo en la crianza.

Los invito a mirar a los adolescentes y sus vidas desde la óptica del proceso, de la búsqueda y de la necesidad de acompañarles en ese tránsito. Seguro pueden ser buenos compañeros de viaje.